La muerte del sapito
Dejó de salir agua del sapito, pero con la última lluvia, ésta no fue necesaria ya que los limpia- parabrisas lavaban los vidrios eficientemente con la torrentosa agua que caía.
Al día siguiente, había un sol esplendoroso pero, la tierra acumulada en el parabrisas, no me dejaba ver el camino cuando conducía en dirección al poniente, justo a la hora del atardecer.
El reflejo luminoso me encandilaba y la mugre actuaba como una pantalla opaca que no daba lugar a la visión. Sabía que no tenía agua en el sapito, pero igual intenté obtener un poco presionando el botón, a ver si salía alguna última gota para despejar el odioso polvo acumulado por las faenas viales de Huechuraba.
Extrañamente, sólo obtuve aceite. Mucho aceite. Tanto fue, que el auto se detuvo cuesta arriba.
Se acercó un peatón que dijo ser mecánico, abrió la tapa del motor y examinó para ver que ocurría.
- "Su auto murió. Déjelo acá y cómprese otro", me dijo y se fue.
Yo no lo podía creer. Pero mis ojos me indicaron que la falla era mayor. Vi que el agua del sapito había inundado el tanque de aceite, y por una cosa de presión, al ir cuesta arriba, algo de aceite pasó al contendor del agua del sapo, el cual vomitó dicha sustancia oleosa cuando presioné el botón para limpiar el vidrio.
Nunca vi antes un vidrio con una plasta de barro aceitosa y además azul, ya que el aceite estaba prácticamente nuevo. Nunca vi un estanque de aceite con agua. Nunca vi una huella, como la de los caracoles pero tricolor, plasmada por un auto cerro abajo, donde además había derramado toda la bencina que me quedaba.
Mi auto sufrió un colapso. Sus órganos con alzheimer olvidaron sus funciones alternando y alterando todo al punto de no tener más solución que el abandono a su propia suerte.
Hice dedo y de nuevo era la Ford del año 50...
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