"Estoy cansada" - le dije. Pero ella miraba con los ojos blancos buscando la respuesta como quien intenta mirarse la nuca por dentro. "Estoy muy cansada" - insistí. Y la respuesta ella la tenía en la punta de la lengua, pero aún no podía verbalizarla. - "Estoy agobiada. ¿Qué me pasa?" - Volví a preguntar. - "Te hacen falta Oligoelementos".

martes, octubre 18, 2005

Oligoresucitación

Para recuperar la vida, debí viajar instantáneamente al medio oriente, en busca de la cepa madre de la fiebre aviar que logró matarme. Necesitaba inocularme una dosis de antídoto.

Entré a indagar a un laboratorio clandestino, en la Organización Sanitaria del Sur de Israel, y mientras buscaba, casi fui sorprendida por una comitiva norteamericana que entró intempestivamente.

Rápidamente cogí un delantal blanco, una mascarilla y un tubo de ensayo para encubrir mi identidad y no ser aniquilada. En eso, mis ojos hacieron contacto directo con George Bush. El tarado ése, parecía más inteligente que lo acostumbrado, y con una mirada clavada en mis ojos y mientras sus pupilas titilaban de excitación, me dijo: "Terminaremos con la fiebre aviar. Mañana, bombardearemos Israel del Norte y terminaremos con la expansión del virus, las gallinas enfermas y esa gente".

En realidad ese no era un laboratorio bacteriológico como yo pensaba, era una fábrica de armamentos de última tecnología, y que pertenecía al Gobierno de Estados Unidos.

Inoportunamente, apareció mi hermana, hablando un chileno también inoportuno y preguntando cosas inoportunas con voz muy aguda. Logré camuflarla y llevármela del brazo a la fuerza.

Unos conocidos nos llevaron de ahí hasta un lugar lleno de gente: jóvenes, niños, adultos, ancianos. Todos reunidos a la hora de almuerzo en un parque que ofrecía todo tipo de comidas: Channukah, Cholent, Hamantashen, Latkes, Purim, Shabbat, Sufganiyot y Sukkoh, entre otros. Sin duda, la versión israelita del Parque O'Higgins.

Escogí una mesa que tenía un brasero encima. Senté a mi hermana a mi lado y le dije que jamás repitiera donde habíamos estado antes. El rumor de nuestra visita se había desparramado y nos estaban buscando.

Al lugar, llegaron dos tipos muy agresivos vestidos de blanco, y a un comensal de la mesa del lado, lo tomaron por la fuerza y le enterraron un cuchillo en la cabeza hiriéndolo mortalmente y dejándolo tendido en el suelo. Enjugaron la sangre con una servilleta de género y luego la lanzaron sobre el brasero que estaba sobre nuestra mesa. La tela se quemó y junto con ella la sangre, liberando un olor a asado dieciochero, el mismo que abriría el apetito a cualquiera, pero que significó los minutos más largos de mi vida mientras trataba de no inhalar ese humo de sangre humana carbonizada.

Decidí salir de ahí y me dirigí al baño antes de emprender la larga caminata lejos de los bombardeos. No sé a qué le temía si ya estaba muerta.

Mientras la persona del baño del lado se duchaba, yo intentaba orinar sin dejar que mi hermana se marchara. Tenía que estar donde mis ojos las vieran pues temía de ella, de su lengua y desatino.

Corrimos al estacionamiento para subirnos a la camioneta que nos había llevado hasta ahí. Sus ocupantes nos ignoraron, pero en señal de complicidad nos dieron mil shekalim, dinero suficiente como para pasar la frontera.

Mientras caminábamos, comenzó a temblar. Mi hermana corrió despavorida internándose en una casa para protegerse de los bombardeos. Pero no se trataba de eso, sino de montones de camiones llenos de soldados armados que invadían las calles.

Entré a esa casa, y sólo había luz al fondo: una tenue vela junto a la cama donde una anciana estaba recostada con una gallina. La hija de ella la cuidaba, le daba agua de tanto en canto y le cantaba canciones de cuna.

Mi hermana estaba ahí. Mirando fijamente a la gallina que se cagó tres veces sobre las sábanas.

La anciana en perfecto español dijo: "Esto significa el fin. Es la señal de la aniquilación. Esta gallina va a morir al igual que yo y todos nosotros".

Mi hermana estalló en llanto y confesó todo lo que sabía. No me quedó más remedio ni más paciencia que huir. Corrí a la calle, entre los camiones y la gente, trepándome por un ventanal hasta saltar la plataforma móvil del segundo piso de un restaurant chino. Las promotoras jugaban al balancín y reían acompasadamente. De pronto, la plataforma bajó, deslizándose hasta el primer nivel, donde no pude soportar más el esfuerzo que hacía con mis brazos para sostenerme, y luego caí inminentemente al verdadero laboratorio bacteriológico en el subterráneo del restaurant.

El químico del lugar me miró y sin preguntar, me inoculó el antídoto con una pistola automática. No hubo dolor y en un segundo, volví a la vida.

1 Comments:

Blogger Unknown said...

Querida, imagino el tamaño favor que hiciste para que en israel te dieran algo sin dinero de por medio. O es que acaso me perdi de lo de las american express sound mashine?

9:15 p. m.

 

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