"Estoy cansada" - le dije. Pero ella miraba con los ojos blancos buscando la respuesta como quien intenta mirarse la nuca por dentro. "Estoy muy cansada" - insistí. Y la respuesta ella la tenía en la punta de la lengua, pero aún no podía verbalizarla. - "Estoy agobiada. ¿Qué me pasa?" - Volví a preguntar. - "Te hacen falta Oligoelementos".

viernes, julio 08, 2005

He visto un Oligolindofelino!!!

Cada vez que voy a la abandonada casa de mi abuela, descubro nuevos vericuetos y, despojada de todo temor, voy desplazándome por oscuros pasillos, abriendo puertas, bajando y subiendo escaleras que nunca supe que ahí estaban.

Esta vez volví a ese lugar, enmarañado con telas de arácnidos, con el mismo olor a caoba y a brocattos de tapicería acarosos . Volví a recordar, a estar sola y a enfrentarme a mis momentos de infancia vividos ahí, entre esos mismos muebles, que no se han movido ni un centímetro desde su posición original de 1945.

Han pasado 75 años desde eso y nadie de mi familia ha querido hacerse cargo de esa casa. A veces, así como ahora, la visito y viajo en el tiempo.

Mis hijos tienen la misma edad que tenía yo cuando vaciaba los cajones de madera pintada con esmalte blanco de la mesa de la cocina. En esos compartimentos aún están las mismas cosas de siempre: un corcho de una botella de champagne, unas latitas para cerrar las bolsas del pan, unos posavasos de vaquelita, un tapón de goma, unas tuercas oxidadas, una cuchara de plata muy antigua, unas tapitas de botella tejidas a crochet y un olor que sólo ese cajón tiene y que me evoca los mayores recuerdos de felicidad de mi época de niña.

Después de almorzar jugando con el cajón y su contenido, nos íbamos con mi hermana a inventar algo que hacer. La enorme mesa de comedor un día tuvo apariencia de micro para nosotras, nos sentamos bajo ella en el travesaño: yo era chofer y mi hermanita pasajero. Pero para mala suerte, me tocó un pasajero cagón y tuve que detener la carrera de la micro debido a las órdenes de mi abuela carabinero que se llevó a mi hermana para darle atención de urgencia. Nunca más anduvimos en esa micro.

Estaba recordando eso y riendo cuando apareció en mi memoria ese gatito que le regalé a mi abuela, hijo de Damián, de tan solo un par de meses de edad y que ella tanto amó. "Seguramente ha muerto"- pensé. "En mi familia nadie quiere a los gatos y a éste lo tienen que haber regalado o abandonado en la calle". En fin, ya era hora de volver a mi casa, donde la saturación de ruidos, de preguntas, de risas, de gente corriendo, son el antónimo a este abandonado escenario.

Comencé a cerrar puertas y a dejar todo en orden cuando, a contraluz, veo una silueta de gato. "¿Felipe?". "¿Felipe?". "¿Felipeee?". Él se da vuelta y puedo ver sus iluminados ojazos.

¡Ah mierda! Ese gato ahora era una fiera gigante que tenía la musculatura de un tigre selvático y ya no era colorín, sino oscuro como el más recóndito lugar de esa desolada casa. Sólo brillaban sus ojos, con nostalgia. Y tenía unos colmillos enormes que salían de su boca y, su apariencia en general, me infundía profundo temor.

"A ese gato yo lo crié desde recién nacido, a su madre le ayudé a parir". Así que confié en la sabiduría de la naturaleza y lo dejé acercarse a mí.

- "Hola Felipe"
- "Hola", me contestó.
- "Todavía estás aquí... ¡Qué grande que estás!" Y me acerqué a acariciar su cabeza como solía hacerlo.
- "Sí, mido 9 metros de largo si me estiro en el suelo y pones la huincha de nariz a cola"

Estaba sorprendida y él estaba entregado al cariño como cuando era un bebé, se retorcía en el suelo y sólo pedía que lo regaloneara.

Sonó mi celular, era la Antonia diciendo que me estaba esperando para que le fuera a contar un cuento.

- "Felipe ven conmigo, vamos a mi casa".
- "Esta es mi casa." - Y mientras caminaba se iba perdiendo en la oscuridad de aquel pasillo otrora iluminado por el sol, donde me sentaba a jugar con los dados de mi abuelo.

Tomé mi cartera y me llevé revividos recuerdos, nostalgia y el mejor cuento.