"Estoy cansada" - le dije. Pero ella miraba con los ojos blancos buscando la respuesta como quien intenta mirarse la nuca por dentro. "Estoy muy cansada" - insistí. Y la respuesta ella la tenía en la punta de la lengua, pero aún no podía verbalizarla. - "Estoy agobiada. ¿Qué me pasa?" - Volví a preguntar. - "Te hacen falta Oligoelementos".

miércoles, enero 25, 2006

Oligoputa VI (De vacaciones)

Para estas vacaciones, escogí un destino -por decir lo menos- exótico. Compré pasajes con mis millas acumuladas y viajé en una escalonada ruta hasta Kirkoûk, Irak.

El último tramo del viaje fue en un tren que contaba sólo con asientos de palo y una carrocería de lata sin ventanas. Estaba vestida de acuerdo a lo que se requería: una ghurka que cubría mi cuerpo completamente de negro y sólo dejaba ver mis ojos, delineados tan oscuros como el traje.

Había subido al vagón en una estación vacía y, por lo mismo, jamás esperé que me tocara viajar de pie. No había asiento para mi en este carro repleto de soldados camuflados, que se movían rítmica y sincronizadamente de acuerdo al vaivén del tren. Yo en cambio, trataba de asirme como podía de una barra oxidada cuya ubicación me obligaba a darle el frente o la retaguardia a esta suerte de platea poblada de hombres sudados. O hacía mi show o escogía la discreción.

Decidí observar y equilibrarme, pues como nunca me bajo de los tacos, esta no fue la excepción. Intentaba que el rojo no se asomara, ni aunque fuera la punta del zapato, pues el riguroso negro era el "must" indicado en una suerte de manual que me fue entregado junto con el traje al llegar.

Sin duda la escena presentaba un fuerte contraste: Los soldados con los ojos puestos en mí -única mujer de la travesía- y yo con la vista clavada en todos esos hombres fuertes pero cansados.

Al bajar del tren, vi como mis soldados descendían de decenas de vagones tiñendo de verde -como una plaga- el color ocre del fondo de esta escena, donde sólo se veía tierra, cielo y tren. Miles de soldados caminando rápido y a pasito corto, portando sus metralletas y enfilando hacia los tanques. Y entre medio yo, cubierta de cabeza a pies, simulando ser casada para al menos por un asunto religioso (según me dijeron) no encender los ánimos de mis compañeros de viaje.

Comencé a caminar entre ellos en dirección a la caseta de la estación. Eran kilómetros de tren y de caminar, hasta el único lugar con sombra y teléfono. Tras ese andar y en ese andén, cada uno de los militares me iba entregando un paquetito de regalo, dirigiendo la mirada al suelo en señal de máximo respeto.

Comencé a acumular saquitos bajo mi ghurka. "Shukran! shukran!" decía para agradecer. Sin embargo, no sabía que era lo que tanto acumulaba y acumulaba.

Llegué a la caseta y no había teléfono, luz ni agua. Todo había sido bombardeado y el lugar parecía una estación fantasma que atravesé corriendo, mientras levantaba la pollera con una mano y con la otra sujetaba los cientos de paquetitos guardados en mi bolsa de viaje bajo la túnica.

Crucé la calle y el calor era agobiante. Decidí sentarme bajo una escueta sombra tras horas de haber viajado de pie, y leer mi manual: "Los-habi-tan-tes-son-muy-ca-ba-lle-ros..." -decía uno de los capítulos. Extraño, jamás me dieron el asiento, ni agua ni me hablaron. "No-re-cha-ce-ja-más-un-re-ga-lo..." No lo hice. Guardé cada paquetito, sólo que no sabía que hacer con ellos ahora.

Continué leyendo, y me di cuenta de que la planta sagrada es el regalo que compensa todo en esta región. Si no se puede dar el asiento a una mujer por orden del sargento, se regala planta. Si alguien te cae bien tan sólo al verlo, se le regala planta. Si te quedas sin dinero, mejor es dar planta. Si tienes mucha planta, debes dar planta. Comprendí que la planta siempre debe circular, jamás estancarse pues eso sería el fin de la armonía colectiva. Si bien, todos estamos inmersos en un entorno destruído por la guerra y abunda más cha que chi, las energías de las personas se mantienen vibrantes, y ellas lúcidas, tranquilas y afectuosas. Eso supuse que debía ser por la planta.

La curiosidad me instó a abrir los paquetitos de inmediato. Me levanté la falda, y vacié la bolsa que ya pesaba como un kilo. Cientos de paquetitos blancos, de papel roneo o simplemente bolsitas de género verde atadas desde hace mucho tiempo. Las comencé a abrir y venían unas hojas verdes de cinco puntas con unas bolitas peludas de planta muy pegotes y aromáticas. Seguí el juego y me fui por la calle regalando paquetitos y mientras más regalaba, más recibía de vuelta. Sin duda, un gran juego nacional.

Lo insólito vino después, cuando vi que algunas personas fumaban esta hierba y, desde entonces, no he querido volver de mis vacaciones hasta que se me acabe, pues tanta planta no cabe en mi maleta.

1 Comments:

Blogger Unknown said...

una sola duda
la oligoputa nunca pagó una planta con zoja?

eché de menos tu strip en los trenes

saludos a Irakes sound mashine

9:11 a. m.

 

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