De mis depas
A G&G (Gaby y Gitano) más el monstruo Chávez Jr., les debo mi primera mudanza. Esa noche de marzo de 1999 en que subí mi cama, mi televisor, una bolsa con ropa, algunos libros, un hervidor de agua tipo comercial de Nescafé, un tazón que decía “Feliz Cumpleaños” y un vaso de cerveza con el logo de “Becker, para estar en otra, partí rumbo al Forestal con mis primeras llaves en mano.
Permanecí en ese departamento por seis meses, ya que haciendo caso a mi madre que decía que debía irme “donde las papas queman” me fui de vuelta al “barrio alto” donde sí me visitarían. Para la mudanza, llamé a dos de los tres chiflados, quienes me ayudaron con fruición y torpeza.
Ese departamento estaba justo en medio de una de las líneas de la muerte, y tal como el fengshui lo dice, me acaecieron todas las desgracias posibles: perdí el trabajo, con ello el dinero, luego el amor, la gordura, dos gatos, mis plantas y la razón. Me salvé de lo que otros no se salvaron en ese edificio: la muerte por intoxicación con monóxido de carbono.
Me fui de una esquina norponiente en calle Encomenderos, a una exactamente opuesta trasladando mis cosas en carro de supermercado. Ahí estuve desde principios de septiembre de 1999 hasta exactamente un año después, cuando cansada de lidiar con la prostituta que usaba mi estacionamiento y pagar elevados gastos comunes para contribuir a la belleza de este lujoso edificio que no era sino un conjunto de habitaciones motelescas, me fui al barrio de Escuela Militar. Lo más huérfano de personalidad que hay después de La Florida. No había que hacer, donde ir, nada. Sólo era amiga de la viejita del piso 11, que me invitaba a tomar pisco sour pero que murió repentinamente.
No me gustó ese lugar. De hecho penaban. Más encima en el primer piso había una consulta de un sexólogo que era justamente el que atendía a una ex pareja y debía topármelo en el lobby bastante seguido.
Ahí no alcancé a estar un año. Armé maletas y me fui en marzo del 2003 a la calle suecia, donde mi ventana se asomaba en medio de plátanos orientales y se respiraba un aire de paz y armonía.
No contaba con que en ese lugar conocería a un proyecto de novio que no prosperó. Tenía todas sus ventanas exactamente frente a las mías y cuando ya la buena onda se había extinguido mi vida se convirtió en un suplicio que duró hasta que él decidió no volver a abrir sus cortinas y continuamos con vidas separadas.
Ahí apareció un antiguo amor, y yo- envuelta en sus redes- devolví las llaves, conseguí camioneta y me fui al Forestal de nuevo pero con él. Pegué un letrero “Se Arrienda” en la ventana, que sólo sirvió para que mi padre –el día que me llevaba un nido de huevos de pascua- se enterara de que ya no estaba ahí.
Desde entonces hasta la fecha, he duplicado mis mudanzas.
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