Un corazón que latía en mi guata era la única tibieza que de a poco fue craquelando y derritiendo los fríos trozos de mi cuerpo.
Mi propio corazón congelado y paralizado, había irradiado un frío inexplicable en todos los sentidos. Mi cabeza, mis manos, mis pies, mis vísceras, todo en mi estaba cristalizado.
Sólo puedo comparar el corazón de la Anastasia con el calorcito del sol asomándose sobre el Estrecho de Magallanes, tierra que me vio nacer y que tal vez me regaló un traje térmico invisible, capaz de protegerme de los peores inviernos de la vida.
Hoy ha salido ese sol y brilla con todo su esplendor, late junto a mi pecho cada noche y huele maravilloso mientras cruje y me sonríe.
Sin embargo, aunque lo he intentado, aún no puedo sacarme el traje. Cada vez que lo dejo sobre mi mesita de noche, me da un frío que moja mis ojos y mi garganta al sentir que quedan vestigios de la pena más grande de mi vida.
Estoy de luto, viviendo el duelo por la pérdida de quien más había amado. A modo de detenido desaparecido lo busqué por cielo, mar y tierra, llegando incluso a explorar las orillas del Elqui a ver si lo encontraba bajo las mismas estrellas donde me prometió un cielo paralelo y donde me confesó querer la familia que ahora, por su muerte, perdió.
No estaba desaparecido. Simplemente fue un amor fugaz, que cual cometa dejó una cola larga que se ha desvanecido en siete fríos meses.
Y esa es la mayor tristeza. Saber que no está en ningún lugar del universo, que nadie ni nada me puede devolver a esa quimera con ojos de amor, palabras de loco, risa de niño y porte de hombre.
De esa quimera queda el recuerdo y una descendencia que lo honra en belleza, y que me lo trae a mi memoria cada segundo, y que ha sido merecedora -sólo por existir- del mayor amor que haya sentido jamás.
En el Estrecho durante el verano, jamás deja de latir el sol. Y los hielos no son eternos, excepto aquellos que Magallanes atesora y que son su fortaleza.